18 de enero de 2019

Apocalipsis


Hacía semanas que el sol no se dejaba entrever. Una ligera pero constante lluvia de ceniza se había apropiado de la ciudad unos días atrás, los suficientes como para que la gente caminara ya sin demasiada preocupación por sus calles. Al menos así sucedería de no ser por una amenaza aún mayor: la humanidad. O mejor dicho, la falta de ella.

En tiempos de necesidad, más que la ley del más fuerte, predomina la protección entre los miembros de una misma familia. Es lo que tienen las grandes ciudades, que, donde la inmensa mayoría de sus habitantes son desconocidos entre sí, lo mejor es barrer para casa. Y ese era el verdadero propósito de Micah, salvaguardar a su familia por encima de todas las cosas.

En contra de todo pronóstico, este objetivo había llegado a ser cada vez relativamente más sencillo a causa de que la ciudad había visto mermada una parte considerable de su población. Durante los primeros días de oscuridad, la gente permaneció en constante alerta, ojo avizor a aquello que pudiera entenderse como una mejora o, como realmente desembocó, en un empeoramiento de la situación. Como consecuencia, y debido principalmente al inicio de esa extraña y fúnebre lluvia, muchas personas huyeron buscando un lugar donde reencontrarse con la luz natural, y otras tantas no pudieron soportar el peso de la incertidumbre y usaron cualquier cosa que tuvieran a su alcance para acabar rápidamente, y de la forma más indolora posible, con su vida. Alguien había decidido rendir homenaje en estos últimos casos y hacer sonar las campanas de uno de los campanarios de la ciudad, hecho que acabó resultando una tortura para quienes todavía seguían en pie.

Uno de los tantos redobles de campanas distanció a Micah de sus pensamientos, unos pensamientos que se habían anclado en la muerte de su hijo pequeño, de apenas unas semanas, hacía exactamente 106 horas. Nathan había tenido la “fortuna” de nacer el día en que se inició la oscuridad. A pesar de ser una situación repentina, sus padres habían preparado provisiones en casa debido al nacimiento de su segundo hijo, hecho que les ayudó a evitar la inicial locura colectiva por los alimentos. Sin embargo, durante las primeras horas de la lluvia de ceniza, la salud de Nathan empezó a decaer. Sus jovencísimos pulmones no estaban preparados para soportar algo así, y esa misma mañana falleció.

Micah siguió de camino a casa y cuando llegó, vio que la puerta estaba entreabierta. Llegaba de investigar en solitario la condición del vecindario y de intentar recabar información sobre el avance de ese clima tan adverso. Jamás habría imaginado que su refugio no fuera seguro para su familia, así que tardó unos segundos en reaccionar. Cuando por fin sus piernas le respondieron, entró en el piso y halló a su pareja y a su primogénito desangrados en uno de los dormitorios. Fugazmente, le pasó por la cabeza un posible escenario sobre cómo se había llevado a cabo la matanza, pero muy pronto aquel abrasamiento en su interior floreció en unas ansias inevitables por encontrar al culpable.

Se puso en marcha. Sin saber en qué dirección correr, como si se guiara por el impulso de un motor, buscó por el bloque como un sabueso.
Subió las escaleras. Solo cabía ir hacia arriba, pues si hubiera huido por el portal se lo habría encontrado de frente al entrar.
Observó el entorno. Entre tanta mugre, debería haber un indicio del camino a seguir.
Agudizó el oído. No podía haber ido muy lejos.
Paró unos instantes. Estaba cerca.
Y lo vio. En el terrado. Sentado. Admirando la puesta de sol. Con un juguete en la mano. El juguete favorito de su hijo.

La venganza empujaba a Micah a actuar, pero la poca parte racional que le quedaba señalaba que era mejor irse. Y así lo hizo. Lo que realmente no sabía es que su objetivo no era evitar males mayores, ahora poco importaba lo que le sucediera. Se había dado cuenta de que no tenía ninguna arma con la que enfrentarse a aquel despojo de persona, de modo que bajó de nuevo las escaleras en busca de algo que le permitiera ser eficaz. Halló unos cristales rotos en el suelo, lo suficientemente grandes como para valerse de alguno de ellos, y se dispuso a cazar. No le importaba que sus manos fueran a sufrir efectos colaterales, ya no; su objetivo primordial era vengarse.

Volvió a subir rápidamente hasta el terrado y allí permanecía aquel ser, despreocupado por todo lo que sucediera a su alrededor. Para cuando se dio cuenta, Micah se había abalanzado sobre él y el cristal rozaba ya su cuello. Micah tuvo, durante un segundo, pensamientos contradictorios sobre si valía la pena transformarse en aquello que estaba a punto de matar. Mas aquella sería la última vez en que tuvieran lugar ese tipo de disonancias. Sin mediar palabra, ahondó el cristal en la garganta de aquel tipo hasta el punto de no saber dónde acababa la sangre de sus manos y empezaba la de su víctima. Una vez hubo acabado aquel espectáculo de color rojo, la escena cautivó tanto a Micah que algo se activó en sus adentros. Sin familia. Sin pretensiones. Sin seguridad. Nada le empujaba a seguir respirando. Pero la satisfacción del momento conllevó una metamorfosis. Matar fue gratificante. Y quería volverlo a hacer de nuevo.


En aquel preciso instante, Micah murió, y de sus cenizas resurgió un fénix sediento de sangre. A partir de ahora, segar vidas sería su misión.

15 de enero de 2019

¡Inauguración!


¡Sed bienvenidos y bienvenidas a mi último, y esperemos que definitivo, blog!

Aquí encontraréis diversos escritos sobre la vida en general y sobre cualquier cosa que se me vaya ocurriendo. La idea principal es que sean independientes y rápidos de leer, ¡espero conseguirlo! Sentíos libres también de proponerme temas sobre los que escribir.

Y como lo bueno, si breve, dos veces bueno… Gracias por entrar, ¡espero veros pronto por Seven Lives Lived!