1 de abril de 2019

Perenne

Acercó su mano hacia el flexo, un flexo de luz blanquecina. Siempre que lo hacía, observaba cómo se marcaban las sombras de las venas por sus dedos y pensaba en cuán frágiles somos. Un pequeño corte podía suponer debatirse entre la vida y la muerte, y tras ese pensamiento le entraba una inexplicable inquietud. “Los más inteligentes y los más asustadizos…”, se dijo a sí misma, pareciéndole curiosa esa paradoja tan frecuente en el ser humano.

Entonces pensó en las plantas de su terraza. De repente lamentó todas las veces que había cortado una rama de más a sus hortensias, cada vez que había arrancado una flor a su caléndula, cada vez que se había olvidado de regar a su bonsái. A este último le había puesto nombre, Iifa, y era el único ser de hojas verdes que quedaba en su pequeño rincón. Cuando se sentía nerviosa, se sentaba cerca de él y reflexionaba sobre lo que le sucedía, aunque, lejos de serenarse, al principio todos los caminos le llevaban, en este caso, a una cascada de pensamientos que le costaba alejar de sí misma.

En esos momentos de impotencia, miraba a Iifa y se preguntaba cómo podía seguir en pie todavía. No era precisamente una erudita en el cuidado de las plantas, y no habían sido pocas las veces que había acabado acortando, directamente aunque sin querer, la vida de sus vegetales. No se explicaba cómo algo tan pequeño podía sobrevivir durante tanto tiempo en unas condiciones, cuanto menos, mejorables. Hasta que un día cayó en la cuenta de lo que representaba su bonsái.

No se había dado cuenta hasta ese momento de que Iifa no era un árbol diminuto, sino una proyección de ella misma en miniatura. Al igual que la maltrecha vida del bonsái de su jardín, la suya no había sido lo que se dice un camino de rosas: había estado llena de pérdidas, despedidas y separaciones, de idas y venidas, de muchas más desventuras que aventuras. Ya ni recordaba cuándo había empezado aquella mala racha, aunque más que una racha, esa dinámica se había convertido en una constante; tanto, que cualquier otra persona se habría rendido mucho tiempo atrás.

No obstante, y a pesar de ello, nada ni nadie le había impedido seguir adelante durante todos esos años. Guardaba una fortaleza en su interior que solo brillaba en las más oscuras ocasiones, y que, al igual que la actividad sin descanso de Iifa en su rutina de intercambio de gases, permanecía siempre latente esperando el momento idóneo para aparecer. Por eso, por más que soplaran vientos fuertes, acababa recomponiéndose una y otra vez. Ella siempre permanecía al pie del cañón para después florecer más bella que nunca.