24 de julio de 2019

Broca (II)

- Sí, muy bien, poned las plantas ahí, cerca de la entrada. Con eso en su sitio, solo falta extender la alfombra roja y ya lo tendremos todo preparado para la entrega de nuestros Oscar particulares. Nunca se sabe cuándo puede ser el gran año…

Ricardo, fundador de la editorial que esa misma noche celebraba su día grande y presentador de la gala, estaba acabando de organizar los elementos que causarían la primera impresión del evento. Por ese motivo, estaba calculando milimétricamente su disposición, porque todo debía tener por objetivo atraer la atención de todo aquel que pasara por la avenida principal. Ya era la tercera edición de los premios y, como cada año, el hotel más prestigioso de la ciudad abría sus puertas y cedía una de sus salas de conferencias para acoger aquel acontecimiento. Lo hacía con la única condición de que todo corriera a cuenta de la institución organizadora; esa era su forma de apostar por el talento local.

No se podía decir que la editorial contara con suficiente presupuesto como para hacer algo ostentoso, pues era más bien bastante modesta y con una trayectoria no demasiado larga. Sin embargo, gozaba de relativa repercusión entre aquellos a quienes les era atractivo estar al tanto sobre posibles futuros escritores en mayúsculas, por eso optaba por sacrificar una parte del coste de los premios en organizar esa pequeña gala a modo de entrega y exposición del relato ganador. De este modo, no solo conseguía dar un pequeño empujón tanto al primer premio como a los finalistas, sino que el evento también ganaba cierta repercusión en la prensa, sobre todo la local, en las redes sociales y, algún día, por qué no soñar, en la televisión.

La gala estaba a punto de empezar. Ricardo, enfundado en el esmoquin que solo lucía una vez al año, estaba cerca del escenario para subir a escena dentro de escasos minutos. Él no formaba parte del jurado, ya que consideraba que desconocer el relato ganador le ayudaba a mantener la expectación y, de paso, a tener una reacción más natural cuando entregara el premio. No obstante, sí le gustaba leer todos los relatos finalistas, hecho que provocaba, obviamente, que tuviera algún que otro favorito. La composición de Martín, entre otras, lo cautivó, consiguiendo así que una parte de Ricardo quisiera que ganara. El presentador era también el encargado de dar la bienvenida a los finalistas, por lo que estaba sobre aviso de que faltaba uno de los escritores, y temía que la ausencia fuera de uno de sus favoritos.

Esperaron unos minutos, unos pocos más que los que se suelen dejar por cortesía, pero la gala de premios no podía demorar más su pistoletazo de salida, de modo que dieron inicio sin la presencia de Martín. Tras una introducción demasiado extensa, unos cuantos agradecimientos a las entidades colaboradoras y algún que otro comentario con un toque de humor, se procedió a conocer al ganador. Del sobre salió un claro “Martin Summer” y todo el público comenzó a aplaudir. Pero nadie subió al escenario para recoger el galardón. Impaciente, Ricardo volvió a nombrar al ganador. El resultado fue el mismo. Era la primera vez que pasaba algo así y no sabía cómo actuar. Así que, un tanto desconcertado, y de forma inesperada dada la corta duración de la gala, decidió conceder un descanso de 15 minutos e intentar averiguar qué había sido del ganador.

En cuanto salió de la sala de conferencias, un chico que se presentó bajo el nombre de Alfredo le dijo que era amigo del tal Martin Summer y que sabía cómo dar con él. El fundador de la editorial se quedó cerca de él y esperó a que efectuara su llamada. Se dijo para sí mismo que no estaba todo perdido, aún había un pequeño rayo de esperanza para que su gala saliera a pedir de boca y también para felicitar al merecidísimo ganador.


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